En un día muy especial... y que necesitaría un libro de los abrazos
“RECORDAR: Del latín re-cordis, volver a pasar por el corazón.” Eduardo Galeano.
Espiando historias...
viernes, 19 de septiembre de 2014
jueves, 14 de julio de 2011
viernes, 8 de abril de 2011
El jardín de las delicias de Marco Denevi
Leyendo una lúcida traducción de la ingeniosa Gaby, esa que no soy yo sino que es la de otro color, me acordé de este librito delicioso.
Para Mirta que me contó acerca de Marco y sus avatares. Para Pedro que me lo regaló. Y para todos ustedes que leen.Los dejo con un fragmento y con el prólogo del autor:
"Estas historias, salvo las menos felices, no han sido imaginadas por mí. Yo sólo les he dado una vuelta de tuerca, les he añadido un estrambote irreverente, alguna salsa un poco picante.
Los autores que cito (con las excepciones de Homero y de Casanova)son apócrifos, no los textos en los que me inspiré, entre los cuales los más saqueados provienen de la edición francesa del Kamasutra anotada y comentada por Gilles Delfos.
Como Verdi su cuarteto, escribí estas paginitas para mi propia diversión. El editor cree que quizás otras personas los lean con moderada complacencia, pues Eros siempre difunde alegría en el melancólico mundo donde vivimos. M.D."
La historia viene de lejos.
El primero que lo dijo no fue Diógenes el cínico sino el cíclope Polifemo. Interrogado por Ulises sobre las razones de su misoginia, Polifemo pronunció el famoso discurso:
"Tener relaciones sexuales con una prostituta cuesta dinero y puede costarte la salud. Tenerlas con una virgen te hace correr el riesgo de que los padres te obliguen a casarte. Amar a tu propia mujer es aburrido. A la ajena, peligroso. A un hombre, repugnante. Yo me libro de todos esos inconvenientes gracias a mi mano derecha." Y añadió: "Te aclaro, por las dudas, que mi mano derecha no practica el adulterio".
Ulises bromeó: "¿Y tu mano izquierda?". Polifemo bajó la voz: "No lo repitas, pero soy bígamo". Las carcajadas del risueño Ulises interrumpieron la siesta de los dioses.
Mote justo
A cierta Herminia la apodaban Democracia porque, según decían los vecinos, en su vientre se juntaba todo el pueblo.
Vodevil griego
Homero, melindroso, apenas si lo da a entender. Otros poetas lo admiten sin tapujos. Y bien: Aquiles y Patroclo eran amantes. Ecmágoras nos ha revelado cómo comenzó esta historia.
Obligado a casarse con su prima segunda, la princesa Ifigenia, pero prendado de la esclava Polixena, Aquiles recurrió a una artimaña. Hizo que Polixena durmiese en un cuarto contiguo a la alcoba matrimonial y todas las noches, antes de acostarse con Ifigenia, se acostaba con la esclava. Al borde de alcanzar el deleite se levantaba, corría al lecho de Ifigenia y en un santiamén cumplía con sus deberes conyugales.
Ignorante del ardid, Ifigenia estaban encantada con aquel marido que aparecía en el dormitorio ya provisto de tanto ardor que a ella no le daba tiempo para nada. Pero al cabo de unos cuantos días, o más bien de unas cuantas noches, se hartó de ese apuro que a ella le dejaba en ayunas de la voluptuosidad, y empezó a lloriquear y a regañar a Aquiles.
Polixena, por su parte, también lloraba y se quejaba porque Aquiles la abandonaba justo en los umbrales del placer. Hastiado de que las dos mujeres le hiciesen escenas, Aquiles pidió la colaboración de su íntimo amigo Patroclo. Entre ambos tramaron un plan y desde entonces las cosas mejoraron mucho para todos. En la oscuridad, mientras Aquiles se regocijaba con Polixena, Patroclo entretenía a Ifigenia. En el momento exacto, y para evitar que Ifigenia tuviese una prole bastarda, Aquiles y Patroclo canjeaban sus respectivas ubicaciones. La falta de luz permitía que ese constante ir y venir no fuese advertido por las dos mujeres, quienes durante el día andaban de muy buen humor. Pero todas las noches Aquiles y Patroclo se cruzaban desnudos y excitados en el vano de la puerta entre ambas habitaciones.
Una noche tropezaron, otra noche fue un manotazo en broma, otra noche fue una caricia, otra noche fue un beso al pasar, y un día Aquiles y Patroclo anunciaron que se iban a la guerra de Troya.
Lo demás es harto sabido.
Para Mirta que me contó acerca de Marco y sus avatares. Para Pedro que me lo regaló. Y para todos ustedes que leen.Los dejo con un fragmento y con el prólogo del autor:
"Estas historias, salvo las menos felices, no han sido imaginadas por mí. Yo sólo les he dado una vuelta de tuerca, les he añadido un estrambote irreverente, alguna salsa un poco picante.
Los autores que cito (con las excepciones de Homero y de Casanova)son apócrifos, no los textos en los que me inspiré, entre los cuales los más saqueados provienen de la edición francesa del Kamasutra anotada y comentada por Gilles Delfos.
Como Verdi su cuarteto, escribí estas paginitas para mi propia diversión. El editor cree que quizás otras personas los lean con moderada complacencia, pues Eros siempre difunde alegría en el melancólico mundo donde vivimos. M.D."
La historia viene de lejos.
El primero que lo dijo no fue Diógenes el cínico sino el cíclope Polifemo. Interrogado por Ulises sobre las razones de su misoginia, Polifemo pronunció el famoso discurso:
"Tener relaciones sexuales con una prostituta cuesta dinero y puede costarte la salud. Tenerlas con una virgen te hace correr el riesgo de que los padres te obliguen a casarte. Amar a tu propia mujer es aburrido. A la ajena, peligroso. A un hombre, repugnante. Yo me libro de todos esos inconvenientes gracias a mi mano derecha." Y añadió: "Te aclaro, por las dudas, que mi mano derecha no practica el adulterio".
Ulises bromeó: "¿Y tu mano izquierda?". Polifemo bajó la voz: "No lo repitas, pero soy bígamo". Las carcajadas del risueño Ulises interrumpieron la siesta de los dioses.
Mote justo
A cierta Herminia la apodaban Democracia porque, según decían los vecinos, en su vientre se juntaba todo el pueblo.
Vodevil griego
Homero, melindroso, apenas si lo da a entender. Otros poetas lo admiten sin tapujos. Y bien: Aquiles y Patroclo eran amantes. Ecmágoras nos ha revelado cómo comenzó esta historia.
Obligado a casarse con su prima segunda, la princesa Ifigenia, pero prendado de la esclava Polixena, Aquiles recurrió a una artimaña. Hizo que Polixena durmiese en un cuarto contiguo a la alcoba matrimonial y todas las noches, antes de acostarse con Ifigenia, se acostaba con la esclava. Al borde de alcanzar el deleite se levantaba, corría al lecho de Ifigenia y en un santiamén cumplía con sus deberes conyugales.
Ignorante del ardid, Ifigenia estaban encantada con aquel marido que aparecía en el dormitorio ya provisto de tanto ardor que a ella no le daba tiempo para nada. Pero al cabo de unos cuantos días, o más bien de unas cuantas noches, se hartó de ese apuro que a ella le dejaba en ayunas de la voluptuosidad, y empezó a lloriquear y a regañar a Aquiles.
Polixena, por su parte, también lloraba y se quejaba porque Aquiles la abandonaba justo en los umbrales del placer. Hastiado de que las dos mujeres le hiciesen escenas, Aquiles pidió la colaboración de su íntimo amigo Patroclo. Entre ambos tramaron un plan y desde entonces las cosas mejoraron mucho para todos. En la oscuridad, mientras Aquiles se regocijaba con Polixena, Patroclo entretenía a Ifigenia. En el momento exacto, y para evitar que Ifigenia tuviese una prole bastarda, Aquiles y Patroclo canjeaban sus respectivas ubicaciones. La falta de luz permitía que ese constante ir y venir no fuese advertido por las dos mujeres, quienes durante el día andaban de muy buen humor. Pero todas las noches Aquiles y Patroclo se cruzaban desnudos y excitados en el vano de la puerta entre ambas habitaciones.
Una noche tropezaron, otra noche fue un manotazo en broma, otra noche fue una caricia, otra noche fue un beso al pasar, y un día Aquiles y Patroclo anunciaron que se iban a la guerra de Troya.
Lo demás es harto sabido.
jueves, 31 de marzo de 2011
martes, 1 de marzo de 2011
por suerte tengo mucha
GENTE NECESARIA
Hay gente que con solo decir una palabra
enciende la ilusión y los rosales
que con solo sonreír entre los ojos
nos invita a viajar por otras zonas
y nos hace recorrer toda la magia
Hay gente que con solo dar la mano
rompe la soledad, pone la mesa
sirve el puchero, coloca guirnaldas
Que con solo empuñar una guitarra
hace una sinfonía de entrecasa
Hay gente que con solo abrir la boca
llega hasta los confines del alma
alimenta una flor, inventa sueños
hace cantar al vino en las tinajas
y se queda después como si nada...
Y uno se va de novio con la Vida
desterrando una muerte solitaria
pues sabe que a la vuelta de la esquina
hay gente que es así... tan Necesaria
Hamlet Lima Quintana
Hay gente que con solo decir una palabra
enciende la ilusión y los rosales
que con solo sonreír entre los ojos
nos invita a viajar por otras zonas
y nos hace recorrer toda la magia
Hay gente que con solo dar la mano
rompe la soledad, pone la mesa
sirve el puchero, coloca guirnaldas
Que con solo empuñar una guitarra
hace una sinfonía de entrecasa
Hay gente que con solo abrir la boca
llega hasta los confines del alma
alimenta una flor, inventa sueños
hace cantar al vino en las tinajas
y se queda después como si nada...
Y uno se va de novio con la Vida
desterrando una muerte solitaria
pues sabe que a la vuelta de la esquina
hay gente que es así... tan Necesaria
Hamlet Lima Quintana
domingo, 13 de febrero de 2011
Buzzati y su desierto de los tártaros
No hay apuro por dormir, se puede soñar despierto. El problema es vivir adormecido y sin sueños. Y me acuerdo de Oliverio: "Noches en las que desearíamos/que nos pasaran la mano por el lomo,/ y en las que súbitamente se comprende /que no hay ternura comparable/a la de acariciar algo que duerme."
Y Buzzati que desploma con estas líneas:
EL DESIERTO DE LOS TÁRTAROS (EL SUEÑO DE GIOVANNI DROGO)
Dino Buzzati
Tendido en el camastro, fuera del halo de la lámpara de petróleo, mientras fantaseaba sobre su propia vida, a Giovanni Drogo le asaltó repentinamente el sueño. Y mientras tanto, precisamente esa noche —oh, si lo hubiera sabido, quizá no habría tenido ganas de dormir—, precisamente esa noche comenzaba para él la irreparable fuga del tiempo.
Hasta entonces había avanzado por la despreocupada edad de la primera juventud, un camino que de niño parece infinito, por el que los años transcurren lentos y con paso ligero, de modo que nadie nota su marcha. Se camina plácidamente, mirando con curiosidad alrededor, no hay ninguna necesidad de apresurarse, nadie nos hostiga por detrás y nadie nos espera, también los compañeros avanzan sin aprensiones, parándose a menudo a bromear. Desde las casas, en las puertas, las personas mayores saludan benignas y hacen gestos indicando el horizonte con sonrisas de inteligencia; así el corazón empieza a latir con heroicos y tiernos deseos, se saborea la víspera de las cosas maravillosas que se esperan más adelante; aún no se ven, no, pero, es seguro, absolutamente seguro, que un día llegaremos a ellas.
¿Queda aún mucho? No, basta con atravesar aquel río de allá al fondo, con franquear aquellas verdes colinas. ¿No habremos llegado ya, por casualidad? ¿No son quizá estos árboles, estos prados, esta blanca casa lo que buscábamos? Por unos instantes da la impresión de que sí y uno quisiera detenerse. Después se oye decir que delante es mejor y se reanuda sin pensar el camino.
Así se continúa andando en medio de una espera confiada, los días son largos y tranquilos, el Sol resplandece alto en el cielo y parece que nunca tiene ganas de caer hacia poniente.
Pero en cierto punto, casi instintivamente, uno se vuelve hacia atrás y ve que una verja se ha atrancado a sus espaldas, cerrando la vía del retorno. Entonces se siente que algo ha cambiado, el Sol ya no parece inmóvil, sino que se desplaza rápidamente, ¡ay!, casi no da tiempo de mirarlo y ya se precipita hacia el límite del horizonte; uno advierte que las nubes ya no se estancan en los golfos azules del cielo, sino que huyen superponiéndose unas a otras, tanta es su prisa; uno comprende que el tiempo pasa y que el camino un día tranquilo tendrá que acabar también.
Cierran a cierto punto a nuestras espaldas una pesada verja, la cierran con velocidad fulminante y no da tiempo de regresar. Pero Giovanni Drogo en ese momento dormía, ignorante, y sonreía en sueños como hacen los niños.
Pasarán días antes de que Drogo comprenda lo que ha sucedido. Será entonces como un despertar. Mirará a su alrededor, incrédulo; después oirá un pataleo de pasos que vienen a sus espaldas, verá gente que, despertada antes que él, corre afanosa y se le adelanta para llegar primero. Oirá el latido del tiempo escandir ávidamente la vida. A las ventanas ya no se asomarán risueñas figuras, sino rostros inmóviles e indiferentes. Y si él pregunta cuánto camino queda, ellos señalarán de nuevo al horizonte, sí, pero si ninguna bondad ni alegría. Mientras tanto los compañeros se perderán de vista, alguno se queda atrás, agotado; otro ha escapado delante; ahora ya no es sino un minúsculo punto en el horizonte.
Detrás de aquel río —dirá la gente—, diez kilómetros más y habrás llegado. Pero nunca se acaba, los días se hacen cada vez más breves, los compañeros de viaje más escasos; en las ventanas hay apáticas figuras pálidas que sacuden la cabeza.
Hasta que Drogo se quede completamente solo y aparezca en el horizonte la franja de un inmenso mar azul, de color plomo. Ahora estará cansado, las casas a lo largo del camino tendrán casi todas las ventanas cerradas y las escasas personas visibles le responderán con un gesto desconsolado: lo bueno estaba detrás, muy detrás, y él ha pasado por delante sin saberlo. ¡Oh!, es demasiado tarde ya para regresar, detrás de él se amplía el estruendo de la multitud que le sigue, empujada por idéntica ilusión, pero aún invisible por el blanco camino desierto.
Giovanni Drogo ahora duerme en el interior del tercer reducto. Sueña y sonríe. Por última vez llegan a él, en la noche, las dulces imágenes de un mundo completamente feliz. ¡Ay! Si pudiera verse a sí mismo, como estará un día, allá donde el camino acaba, parado a la orilla del mar de plomo, bajo un cielo gris y uniforme, y a su alrededor ni una casa, ni un hombre, ni un árbol, ni siquiera un brizna de hierba, y todo así desde tiempo inmemorial...
Dino Buzzati, El desierto de los tártaros (Orbis); pp. 50-52. Traducción de Esther Benítez
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